Cultura

Las dos líneas de Gabriel Ramírez

Dibujante que no proviene de la tradición de los artistas y maestros del dibujo europeo del siglo XIX y XX (y tampoco de los nuestros): Espinosa y Gahoria, Waldemar y Franchi, este dibujante e ilustrador preciso que es Gabriel Ramírez (maestro de sí mismo), nos envuelve con sus turbulentas líneas, exactas en fuerza, en grosor y en firmeza de estilo inconfundible (como el estilo también reconocible e irrepetible de José Dolores Espinosa Rendón y sus preciosos y finísimos dibujos que ¡lustraron la Antología de poetas yucatecos y tabasqueños. Colección de sus mejores producciones, aparecida en 1861 y editada en la Imprenta de la Sociedad Tipográfica, ubicada en la calle de La Mejorada, número 4), sus trazos se nos imponen desde cualquier punto que uno los mire y los remire.

Y es en esta primera línea (la del dibujo) que Gabriel Ramírez recrea una nueva caligrafía en forma y estilo: en imagen rica en definiciones de líneas y de imaginaciones dibujadas. Es así, que un rostro se vuelca una y otra vez sobre sí mismo y aparece y reaparece transfigurado, transubstanciado y moderno. Su contemporaneidad radica en eso: en hacernos ver un rostro definido en líneas que aparecen de pronto y en el que reconocemos al dibujado, al capturado y apresado para siempre en esas líneas delicadas, sutiles y fuertes a la vez.

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Sus dibujos tienen la firmeza de los de Joao Abel Manta (el dibujante e ilustrador portugués), en carácter y delineación, mas no en la forma. Ahí, Gabriel Ramírez es más libre, más a papel abierto en el que deja deslizar la pluma, el lápiz o el marcador que entinta febrilmente aquí y allá, con un sentido definido y profundo desde el primer movimiento de la mano.

En sus dibujos hay un caos ordenado, una especie de oxímoron entre la línea fina y la gruesa, en las manchas de tinta negra que se destacan a todo lo ancho. En ellos, cada personalidad se destaca, sobre todo, en la mirada dibujada. Y ése es el foco primordial de atención para el que mira y se enfrenta con esa alma que ya no está entre nosotros, pero que en los trazos de Ramírez sigue viva todavía ahí, aquí.

Esa es la magia del dibujo, su entereza moral. Así, podemos ver y disfrutar la mirada de Ermilo, desde la hondura de sus gafas, su boca cerrada, con carácter y dureza, y al mismo tiempo, su bondad contenida en la frente, su integridad firme; Fausto Pinelo Río: el desencanto en la mirada ¿la amargura? Su silencio escrutando al medio en el que vivió: la fisura de la incomprensión; la mirada serena de Daniel Ayala (dibujado por Franchi), su fina frente despejada que desplegaba (como una bandera) el aire de su inteligencia, el viento de su música interna; la altivez y corpulencia de Manolo Barbachano, su mirada y su sonrisa sarcástica (así era, así lo recuerdo una mañana en el aeropuerto de Mérida), y sus ojos inquisitivos, maliciosos, traviesos; la cabeza sabia de don Alfredo Barrera Vásquez, su figura menuda y la sencillez de hombre verdaderamente sabedor de todo (así lo veo de nuevo una tarde de 1979 en su casa de la Colonia Pensiones, en su valiosa y enorme biblioteca repleta de ediciones y periódicos raros en la que era dueño y señor), su mirada escrutadora, inteligente, cariñosa; Alberto Bojórquez, mirada huraña, de hombre duro, curtido por su pasión por el cine, su mirada siempre desde las alturas, de rebeldía, de innovador, de rompedor de esquemas, de alterador de visiones; Felipe Carrillo Puerto nos mira desde su sombrero australiano de ala ancha, mirada de redentor auténtico, nos ve desde las sombras de sus ojeras desmañanadas e iluminadas por el agua del sol del socialismo, su resplandor todavía nos acompaña y vive en nosotros y nosotros en él, y junto a la altivez humilde de su figura brilla la luz de Alma Reed, un amor que fue posible ¿o imposible?, en el peregrinar de una peregrina convertida en canción.

La mirada pensativa de Arturo de Córdova (primo de mi abuelo Alberto) ¿en cuál de sus mujeres estaría pensando? ¿En las de ficción o en las reales?, su presencia aristocrática y fina se siente en este dibujo, casi se le puede ver actuando de tan real que es el trazo; la mirada de Juan de la Cabada, midiendo al mundo y la distancia (a la vida), su cabellera revuelta, sus hombros caídos. Así lo veo, aún hoy, en el lobby del Hotel Conquistador, junto a mí, alto, bromeando, golpeándome suavemente (jugando) con los puños como si yo fuera su sparring. Juan el bromista de siempre, el gran cuentista (en ambos sentidos del término), el hombre generoso y bueno (lo recuerdo también una tarde de 1986 en el Centro Estatal de Bellas Artes, parado frente al ataúd de don Enrique Gottdiener, triste, con una guayabera blanca, los hombros vencidos de luto por el amigo muerto). Era Juan de la Cabada, el mismo igual a él, dibujado por Gabriel Ramírez; la mirada de Fernando García Ponce, a la distancia, las manos poderosas, la melena rebelde, la barba descuidada, el sufrimiento en los ojos, la seguridad de su talento, de la genialidad de su pintura, su atrevimiento para la creación de cosas nuevas y asombrosas; la mirada de Guty, la mirada profunda, terca mirada, de trovador y guitarrero. De alma joven y vieja al mismo tiempo, mirada de lejanías y de cercanías. De hombre al que la vida le dio el tiempo preciso y precioso para ser lo que sería para siempre: eterno; la mirada de don Antonio, suave, suavísima, como mirando desde el fondo de una ceiba grande, su ceiba grande (ya sin espinas), en forma frondosa y cobijadora: sombra de maíz y miel yucateca. Mirada de maya blanco, profunda, sin retórica, de nariz palencana, de hombre grande: Don Antonio; la mirada de Octavio Paz, mirada sombría, de desencanto, de hombre madurado por las decepciones y por las disensiones. Mirada entre la piedra y la flor, enraizada entre piedras y veredas calcinadas, en calor sofocante de península sin agua fluyendo arriba, como adivinando el rumor de un cenote bajo sus pies: su mirada es la mirada de la contra- dicción; la mirada de Juan García Ponce es la de la desesperanza y la del sufrimiento, la de la agonía diaria, la de la enfermedad, pero también la del hombre estéticamente profundo, libre, sin concesiones. Mirada altiva de halcón desnudo en el aire o su mirada (a sólo unos meses de su muerte) durante una reunión en la que estuvo el dibujado y el dibujante, las hermanas Pecanins, Fernando Espejo y Gloria Real y otros admiradores suyos en un almuerzo privado, después de recibir por la mañana, una distinción en el Congreso del estado. Y ahí estaba Juan. Solo, frente a él mismo, acompañado de su fiel asistente María Luisa Herrera y alrededor de su figura, tanta gente que le quería; la mirada de don José Peón Contreras, mirada final de crepúsculo, de ojos que miran para ver siempre hacia el infinito, hacia Mérida o París o la ciudad de México: a sus teatros y a sus piezas dramáticas, de elegancia virreinal o de lances de espada, su señorío decimonónico de altivez refinada, su tristeza por los manicomios o por su casa en la Plaza Grande (cerca de la Casa de Montejo) en la calle 63, sus afanes por La Revista Médica de Yucatán (su revista), su empolvado bigote poeta; del siglo XVIII, su esplendor y su resplandor literario, su pluma de la mirada graciosa, inocente e ingenua de Luis G. Urbina con su sombrero clasemediero, su bigote de señor de familia numerosa, su corbata apretada y abierta, su frente romántica y sufrida por los calores de Mérida.

Así los vio (los ve) el magnífico dibujante que es Gabriel Ramírez, amante de la línea hasta la desesperación y la manía, que es como decir, la obsesión.

En la segunda línea (la de la escritura) Gabriel Ramírez nos entrega su curiosidad y su erudición y nos hace imaginar (enriqueciéndolas) esas vidas de otras épocas (en su escritura, hasta el día de ayer es otra época) mostrando sus aristas con ironía y desparpajo ardiente, auténtico. Y es que el biógrafo que es Ramírez no se contenta con hurgar y escarbar en las intimidades y en las exterioridades de sus personajes, sino que va más allá retratándolos con su pluma implacable y esclarecedora, intimidadora. Y esa ironía y ese sarcasmo que proviene de esa literatura del humor y de la ironía que Ramírez tan bien conoce, abre indudablemente un resquicio a la reflexión y al conocimiento del entorno vivido y padecido por el personaje (por todos sus personajes) diseccionado y expuesto a la curiosidad del lector. Sintetizar e inventar un rostro «real» desde el dibujo: un rostro convincente. Las líneas que encarnan los perfiles de una cara, de ese rostro que ya no existe y que ya sólo es un rastro de lo que fue algún día en el tiempo y el de un cuerpo que vivió y estuvo en el mundo y que ahora, gracias a la magia de un dibujante, se hace presente ante nosotros, en nosotros, para nosotros.

La Mérida de Guty Cárdenas es la ciudad apacible, sin prisas, de celosías que resguardaban el patio trasero de las viviendas. En ésta ciudad sin prisas anidaron sus canciones y su música, su vida que nació y renació en esas esquinas y en esos primeros amores juveniles (enamoramientos de niñas bien) y que iban del fútbol a la bohemia vivida aquí en esa Mérida tranquila en la que lo vamos acompañando en su caminar hasta irse a la capital del país y después a las brillantes e iluminadas calles de Nueva York, su destino final en una miserable cantina y su supervivencia después, en la memoria de México y, sobre todo, en el recuerdo permanente en su lugar de origen. Aquí podemos leer la vida pública y privada de Antonio Mediz Bolio, sus azarosos días prerrevolucionarios, sus intensos viajes como diplomático, su pasión y fracaso en el cine, su obra tan elogiada (y tan incomprendida) se dejan llevar por la pluma severa de Gabriel Ramírez. Aquí y por ahí, aparecen exaltados los hombres mayas, de esos mayas «que oyen lo que no ven», pero que Mediz Bolio sí vio y oyó y que después narró con maestría. Por eso, el título de este libro rinde homenaje a Mediz Bolio, quien escribió: «Porque de la tierra salen voces que les hablan.» Que nos siguen y seguirán hablando.

La vida de Fausto Pinelo Río y Daniel Ayala Pérez, tocadas por el infortunio, la burocracia y la incomprensión (ese pan nuestro de todos los días), símbolos de la mediocridad y de la medianía de miras, destinos clásicos en nuestro medio, son diseccionados en párrafos insuperables en cuanto al conocimiento que de la música (otra de sus grandes pasiones) tiene Gabriel Ramírez. Recorremos sus andanzas y sus andares en esa obsesión y pasión que los dos tuvieron por el alfabeto de la música. Sus nías y sinsabores: los recovecos de la vida misma. Y con el biógrafo que es Gabriel Ramírez, seguimos también las tragedias de los hermanos García Ponce (Fernando y Juan) y del otro Juan (De la Cabada) y de la estancia breve, aquí entre nosotros, de Octavio Paz. Y en cada biografía, en esos pequeños ensayos (literarios) de vida y de más vida, nos enteramos de cosas y de asuntos que de alguna manera también nos pertenecen y que ya del ser cultural de nuestro entorno (y del nacional también). Porque parte de México son Arturo de Córdova y Manuel Barbachano Ponce, Alfredo Barrera Vásquez y Felipe Carrillo Puerto, Ermilo y don Antonio, y todos los demás aquí retratados y redefinidos nuevamente. Y así se podría seguir diseccionando a cada uno de los aquí «contados» y narrados por Gabriel Ramírez.

Finalmente, el dibujo y la creación literaria se unen y dan un todo coherente: vemos al personaje y lo leemos e indagamos sus varias y variadas vidas en una sola y fascinante existencia: la que Gabriel Ramírez nos ofrece con su particular visión y manera de mirar las cosas.

Y es así, que a Gabriel Ramírez nos lo podemos imaginar (con su andar cansado) dirigiéndose al fondo del patio de su casa donde tiene su estudio, con sus dibujos bajo el brazo y sus invaluables cuartillas escritas “por entre el silencio y la sombra de los árboles, creyéndose capaz de las mayores hazañas”. Los de él y los de nosotros.

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