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Los canes furiosos (II)

En nuestros tiempos ya nos sentimos más seguros andando por esas calles donde abundan los perros callejeros. En realidad, no hemos de llamarles callejeros hoy en día pues siempre van acompañados de sus amos, llevan correa para sujetarlos y hasta la autoridad les exige a sus dueños alguna licencia.

Pero hace veinte o treinta años no era así y a nosotros nos tocó observar parte de una escena violenta entre un perro y un hombre en la que el perdedor resultó ser el animal.

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Un antiguo vecino nuestro solía llevar a sus pequeños hijos a caminar a la hora en que el sol ya parece ocultarse. Nosotros leíamos o escribíamos un artículo cuando escuchamos en la calle un escándalo en el que imperaban los gritos de susto de los pequeños hijos, la voz ronca y dominante del padre y una serie de ladridos lastimeros como si algún vehículo hubiese atropellado a un perro callejero.

Echamos un vistazo desde nuestra ventana y observamos el lloriqueo de los niños, los gritos del vozarrón de su padre, un hombre alto y fornido, y en la acera, revolcándose de dolor, a un perro blanco de largos colmillos. Había además otro perro más pero nos parece que éste no tuvo que ver nada con el asunto.

Los vecinos estaban alarmados y uno de ellos me platicó que los niños iban de paseo muy contentos de la mano de su padre cuando el can blanco y feroz salió de una casa y atacó a uno de los niños, quien lloraba desconsoladamente sentado en la escarpa. ¿Y el perro? Preguntamos. Y nos fue respondido que mordió o intentó morder al pequeño y su padre, furioso, tomó al animal por las patas y lo aporreó varias veces sobre la acera. Desde eso, el perro agresor ya no apareció de nuevo, seguramente temeroso de recibir un nuevo castigo.

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