Desde mi niñez (8-12 años) siempre me gustaron los perros y los gatos: jugar con ellos, alimentarlos y todo eso que hace uno a esa edad para divertirse con las mascotas, pero eso sí, prefería hacer todo eso cuando eran pequeños, ya que les temía a los grandes (los perros especialmente).
A los canes maduros les rehuía, tal vez por su ladrido escandaloso y su aspecto de ferocidad cuando abría el hocico. Además, tenía mis razones, una de ellas el ser perseguido por uno que me correteó con las fauces babosas al pasar por su calle, la 53, misma calle donde vivía yo con mis padres.
Se levantaban en esa calle varias viejas casas coloniales, una de ellas perteneciente a los dueños del perro, dos viejos que acaso la habían heredado de sus ascendentes desde hacer no sé cuántos años.
Yo leía tranquilamente un número de la revista Paquín, una de tantas publicaciones que vendía en su tienda de Santiago el Sr. Fitzmore. Mi tranquilidad fue interrumpida por los ladridos desaforados y rabiosos de un perro atabacado listo para dar la o las mordidas a quien transitara por la escarpa de la vieja casa donde vivía. Uno de los viejos propietarios había dejado la puerta abierta, lo que aprovechó el can (el mejor amigo del hombre… pero sólo de su amo) para salir corriendo y perseguir con no muy buenas ideas a cualquiera que pasara por allí. Yo, sorprendido, apenas tuve tiempo de tirar la revista y correr; en mi camino observé en una de las casonas una ventana de hierro herrumbrado de la que dando un salto mejor que el de “loopin the loop” circense, me aferré a uno de los barrotes, mi única forma de salvación, y el perro quedó en desventaja conmigo pues nunca podría alcanzarme por la altura del barrote del que estaba yo aferrado. Los ladridos del perro aumentaron y su ferocidad era obvia: quería morderme el pie o la pierna y saciar sus instintos. El escándalo vecinero era mayúsculo cuando asomó el viejo dueño de la casa: –¡Oye condenado! -le gritó- ¿Cómo te escapaste que no lo vi? ¡Vamos, regresa enseguida! Entonces el can cambió ante la voz de su amo: regresó a sus dominios con la cabeza baja, las orejas gachas y seguramente avergonzado. Por muchos años no quise tener un perro en casa, aunque reconozco que también hay perros de buen talante y mejores intenciones.