Se trataba de un empresario exitoso. Sus negocios le dejaban unos magníficos dividendos. Dinero en el banco, muchos viajes al extranjero, al interior del país, incluida, por supuesto, la Ciudad de México. Era además un buen hombre, ayudaba a su madre, una señora viuda, solventándole todos sus gastos, incluida la casa en que vivía, en un buen fraccionamiento, y en su afición desmedida a los juegos de azar, sin los cuales no podía vivir, reuniéndose con sus amigas, otras señoras ludópatas pertenecientes a la alta sociedad. Además, inscribió en el Seguro Social a su hermanito, un golfo enfermo de alcoholismo. Un verdadero “trancadiaria”.
En cierta ocasión, nuestro personaje tuvo que viajar a la Ciudad de México a finiquitar un asunto que le dejaría enormes ganancias. Se trataba del negocio de su vida, si lo realizaba, tendría ya para vivir el resto de su vida sin trabajar, y no se vaya a pensar que se trataba de algo ilegal.
Se hospedó en el hotel Regis, que por alguna razón era el preferido de los yucatecos que viajaban a la capital. Si usted iba a dicho hotel, seguramente se encontraría con algún político o paisano yucateco.
Por la noche acudió al bar del hotel, en donde se citó con su socio, un millonario con el que cerraría aquel asunto del que hablamos al principio. En el bar del Regis también, por alguna extraña razón, siempre la clientela era amenizada por algún conjunto yucateco: Los Aragón, Los Babys, Los Dinners, etc., etc. Su socio hizo su grandiosa aparición y en torno de una mesa, a los acordes de -Tema de Tracy- era un hombre de gran personalidad, de los más connotados y ricos del país. Cerraron la operación.
Alrededor de las doce de la noche, nuestro paisano subió a su habitación en el segundo piso, cargando su preciado portafolio que guardaba varios millones de pesos. Se durmió de inmediato. Muy temprano en la mañana, poco antes de las siete, sintió que las lámparas, mesas, camas, y todo el hotel se movía. Se escuchaban los gritos de huéspedes y empleados, exclamando que había que desalojar el hotel. Se trataba de un gran terremoto, jamás antes sentido en todo México.
Nuestro amigo bajó corriendo, atropellándose en calzoncillos, atropellándose con otras personas, logrando salir a la avenida Reforma a salvo. De pronto recordó su portafolio que había dejado en su cuarto, entonces, sin pensarlo dos veces, corrió de nuevo para entrar al hotel, a pesar de los gritos de la gente que veía como los edificios circundantes se derrumbaban con una rapidez increíble. Él consiguió llegar a su cuarto; sin embargo, en ese instante se derrumbó el hotel Regis, símbolo de la capital, como un acordeón. Obviamente, a él le cayeron encima los ocho pisos.
Murieron todos los que se encontraban adentro. Literalmente el Regis desapareció. Las autoridades, como siempre, minimizaron la tragedia diciendo que habían muerto en total tres mil personas, durante cinco días la Ciudad de México estuvo incomunicada del resto del mundo. Llegaron expertos rescatistas franceses expertos en esto, veteranos de la guerra, y solo de mirar dijeron que lo menos había quince mil muertos. Sin embargo, hoy día se sabe que fallecieron más de treinta mil gentes, entre ellas nuestro empresario portafoliero yucateco. Era el año de 1985.