En otras ocasiones he mencionado lo increíblemente bendecido que fui al tener a la mejor madre que pudo haberme tocado. Lilia, la “gordita linda” como le decía mi papá de cariño. Ella era un ser lleno de virtudes, puedo decir que casi jamás la llegué a ver molesta y menos la escuché gritar.
Un ser angelical, dulce, con las manos más delicadas que he podido ver. Ese par de manos tenían magia. Era excelente tejedora, recuerdo verla en su silla mecedora con sus dos agujas o una aguja, dependiendo de la puntada y la ropa que ella costuraría.
Creo que nadie en la familia se quedó sin recibir de su parte alguna prenda realizada con sus bellas manos. Incluso, en sus días ya con la vista cansada, con ese par de anteojos de fondo de botella, ella seguía bordando. Tejiendo para los suyos.
Éramos tantos, entre hijos y nietos (a los que en su mayoría ella tuvo a su cargo, como antes se usaba, mientras mis hermanas trabajaban), que el tiempo no le alcanzaba para poder darse esos pequeños lujos.
Al paso del tiempo, ahora me pregunto, y cuestiono ¿Por qué no le dijimos nunca que ella se merecía darse esos gustos?
Sin lugar a dudas, mi madre fue eso. Madre, esposa, abuela, hermana, prima, tía… pero caigo en el veinte que nunca fue una mujer para ella misma. Confieso que, a mi parecer, no parecía una mujer frustrada. Al contrario. Pero pienso en mis hijas, en mis nietas. Y hoy, sin caer en fanatismos, ni feminismos, quisiera que ellas sean para ellas mismas, lo primero. Que se desarrollen profesionalmente, personalmente. De la manera que ellas prefieran.
He sido un padre muy abierto. Poco riguroso y menos autoritario. Demandante de cariño, eso sí. Pero ese es otro cuento.
Madre, a ti te dedico estas palabras. Te doy las gracias por tu tiempo, tus silencios, tus manos, tu amor, tu dedicación, tu virtud para hacer las comidas más deliciosas que mi paladar ha probado. Gracias, madre. Hasta el último día de mi vida te extrañaré.