José dormía plácidamente en una banca de nuestra hermosa plaza grande, ignorando el escandaloso graznido de los x’kaues y el aturdidor ruido de los automóviles, y es que era un crepúsculo como solo en Mérida y más aun mirándose desde el confort de nuestra hermosa plaza grande.
Se encontraba sumido en un agradable sueño, sin molestar a nadie. Lo que pasa es que había bebido unos tragos y estaba en lo mejor o más agradable, mecido por Morfeo, sin causar alboroto alguno. Un grato momento de felicidad bajo los frondosos laureles de la India.
De pronto, varias manos color café lo tomaron bruscamente de los brazos, haciéndolo salir de aquel confortable lugar, “país de las maravillas”, en el que se encontraba. Se trababa de un grupo de agentes de la policía municipal, quienes con su acostumbrada educación, finísimas personas con posgrado en Ámsterdam, lo samarreaban y apunta de empujones y algunos golpes, trasladaron al asombrado bello durmiente a una patrulla. El no puso ninguna resistencia; sin embargo, los tamangazos le llovían mientras lo subían al vehículo.
Estos versallescos policías, agentes del odio, perdón, del orden, continuaban golpeándolo pero ya levemente, con excepción de uno que se le montó encima al infeliz de José durante todo el trayecto al “edificio”. Mientras este “holandés” lo insultaba y a cada golpe, le caía encima al futuro preso una serie de insultos, humillaciones e improperios. Ya en la comandancia fue metido a una celda y echado dentro de la misma, acompañando a otros ocho o diez borrachos presos. Cabe destacar que hasta el último instante, el sádico uniformado le dio una última bofetada mientras lo sujetaban otros policías.
Pero resulta que el hermano de José era un alto personaje en la legislatura federal. En aquel momento, el diputado era el coordinador del Congreso de la Unión. Alguien le avisó al político, mismo que rápidamente acudió a las limpísimas, elegantes, confortables y olorosas (olor a “tah”). El diputado llegó y los policías se dieron cuenta del gravísimo error que habían cometido, ya que era un político muy conocido, muy influyente, lo llevaron a la celda y el mismísimo director de la policía le informó a José que ya podía salir. Ante la sorpresa de todos, él se negó rotundamente a salir del bote. Su hermano y los demás pusieron cara de asombro, sin entender por qué quería permanecer encarcelado.
Ante la insistencia del influyente, José nada mas respondió que él solo saldría si le llevaban a la celda al gendarme que, sin ningún motivo, se había ensañado con él y que los dejasen solos a ambos dentro de la celda, por más suplicas que se le hicieron dijo que prefería quedarse adentro si no le traían a aquel salvaje. Ante esta terquedad, el director mandó a llamar al animal uniformado y, explicándole la situación, le ordenó que entrase a la celda. El “chota” entró al horroroso lugar y sin decir ‘agua va’, José le puso tal golpiza a este imbécil, que intentando agarrarse de los barrotes de las rejas gritaba: “¡Que me lo quiten, que me lo quiten”! Pero José no lo soltó hasta dejarlo hecho una piltrafa humana, llorando como mujer, entonces sí, permitió que abrieran la puerta y salió tan campante.
Dedico estas líneas a mi amigo José Villanueva Mukul.