Alcanzamos la quinta órbita planetaria cuando el sol estaba en lo más alto. El capitán nos anunció que habíamos girado más de 300 grados sobre nuestro punto original, así que nos faltaba ya menos de la mitad para rematar una vuelta completa. En este pasillo de Venus encontramos su símbolo 22 veces, realizado en cobre de tonalidades rojizas. Pero la gran sorpresa nos esperaba en el siguiente corredor, cuya perspectiva, como en la anterior, ya no era de líneas rectas convergentes allá donde la vista se perdía, sitios de arcos que giraban hacia la izquierda. Pues bien, nada mas cruzar el umbral y penetrar el círculo del sol, observamos, sorprendidos, que una espinosa cubierta de espinos y hiedras unía, ahora sobre nuestras cabezas, los muros laterales, los cuales, además, estaban ya tan cercanos entre sí, que el capitán Ritok, el más corpulento de los tres, solo podía avanzar torciendo los hombros. Arko, por su parte, antes de que encontráramos el primero de los símbolos ya llevaba desgarrada las mangas de la chaqueta, y yo tenía que andarme con cuidado si no quería clavarme inadvertidamente algunos cientos de aquellos temibles alfileres.
Y sí, el primer símbolo apareció casi inmediatamente, un sencillo círculo, con un punto todavía en el centro, pero de oro puro. Y un oro purísimo que en incluso en la cerrada penumbra del paisaje centelleaba bajo la poca luz del techo. Si no nos hubiéramos encontrado en una situación tan apurada, con las largas espinas amenazándonos por todas partes, rasgándonos la ropa, y arañándonos la piel, seguramente nos habríamos detenido a contemplar tanta riqueza. Pues contabilizamos quince de aquellas representaciones solares. Pero teníamos prisa por salir de ahí, para llegar a un lugar donde poder movernos sin agobios, sin pinchazos y sin las erupciones que nos producían los alfileres y, además, la noche se nos estaba echando encima.
En aquellos momentos pensábamos con mucho pánico que lo podríamos encontrar al cruzar la puerta del séptimo y último planeta, la luna, pero cualquier suposición que nos hubiéramos hecho, por terrible que fuera, se quedó corta a lado de la casi increíble realidad. De entrada, la hoja de hierro, como si tuviera un obstáculo detrás, apenas se abría lo suficiente como para dejarnos pasar con bastantes aprietos, pero el obstáculo solo era la maleza del muro de enfrente. El pasillo era tan estrecho que Oslo, un niño, hubiera podido recorrerlo sin arañarse. Las ramas con espinos en las paredes y el techo, podados de manera que dejaran en el centro un hueco con forma humana, nos obligaban a caminar con la cabeza enjaulada por dos finas filas de espinos que se cerraban en torno al cuello, impidiéndonos cualquier acción que no pueda seguir el camino marcado. Como mis compañeros superaban la altura y la anchura de la forma recortada -que se acoplaba a mi cuerpo como un traje ajustado- me empeñé en darles mi chaqueta y mi jersey para evitarles, en lo posible, los espantosos arañazos que iban a sufrir, y en ponerles encima, sobre todo al capitán, las mantas de supervivencia. Sin embargo, el capitán se negó en redondo a dejarse envolver.
-¡Todos vamos a recibir arañazos!- me gritó enfadado- ¿Es que no vez que la prueba consiste en eso?- ¡forma parte del plan¡ – ¿Por qué tendrías tú que sufrir más que nosotros?