Sobreponiéndose a la potente luminosidad del sol, refulge en cualquier andanza callejera por el centro histórico meridano la variedad de productos comestibles que se ofrecen. Regalo a la vista a veces, extrañeza en otras debido a las apariencias exteriores, resulta tentador probar todo, pero surge la desconfianza de que pueda uno sentir algún malestar repentino o duradero después de ingerirlo.
En principio encontramos los productos tradicionales como frutas y verduras y aunque las hayamos visto miles de veces a lo largo de nuestra vida siempre serán objeto de deleite visual. Sin duda, la belleza está encabezada por las pitayas, junto con guanábanas, saramuyos, piñas, nances y caimitos, sobre todo cuando se les coloca sobre una misma mesa o contenedor.
Y podemos hallar productos que corren peligro de extinción, al estar por completo alejados de los circuitos comerciales como son los casos del chicle blanco (sikté), las piñuelas, el makal o ñame, los iswajes, las arepas, los polcanes de ib y otras delicias.
Tan destacable como tan poco de mi agrado es la fruta enchilada que cada día crece en sus variedades y en la deformación del gusto. Le meten chile piquín a la ciruela y mango verdes, la huaya, jícama, naranja, mandarina y el colmo es que hasta la sandía. Ponerle chile con moderación no es un problema, incluso crea un contraste al paladar; lo negativo es el exceso, donde de la fruta sólo queda lo jugoso, perdiendo su identidad de sabor.
Otra cuestión más es que dudo qué tanto sea el chile molido tradicional, el que se hacía con el verde seco o con el maax, y que era tan común quemar en las casas al grado de que su olor se expandía -causando serios problemas respiratorios y vocales a veces- en varias cuadras a la redonda. Ahora la tendencia es emplear sucedáneos, sustancias artificiales que terminan equivaliendo a clavos en el estómago.
Abundantes se han vuelto las bebidas naturales y seminaturales envasadas manualmente en botellas de plástico y enfriadas en neveras portátiles. Por estar en todas partes y por su bajo precio resuelven con rapidez las ansiedades por la sed y por el hambre, cuando el tiempo o el dinero no permiten satisfacerlas de otro modo.
Si bien, todavía se sigue expendiendo comida en loncherías y mercados, a veces en puestos que se están volviendo tradición, y aún se venden los aromáticos pollos rostizados dando tentadoras vueltas a la vista de los transeúntes, los cambios más notorios se han dado desde hace cuando menos treinta años en la apabullante presencia de la comida rápida y de las franquicias. Las pizzas por ejemplo han pasado a ser, de un antojo para minorías, una comida generalizada que ha desplazado en buena medida a los tacos, panuchos y salbutes tradicionales. Y los tacos también se distinguen por su variedad pues ya no sólo se limitan a los guisos tradicionales yucatecos sino también a guisos y estilos propios de otras regiones del país.
La comida tradicional oaxaqueña trató de ganar espacio, sobre todo a través de los deliciosos chapulines, ofrecidos por vendedores ambulantes en distintas calles; sin embargo, luego de los tiempos de pandemia ya es rarísimo verlos.
Y como los recintos gastronómicos, al igual que tantos negocios, tienen también su relevancia topográfica, las franquicias tanto nacionales como extranjeras han terminado figurando como puntos de referencia obligados para guiarse en las andanzas callejeras, sustituyendo las referencias tradicionales, basadas en los nombres de las esquinas.
Sin duda, el centro histórico de Mérida ofrece una amplia variedad de tipos de comercio gastronómico que van desde el más informal hasta los más conformes a la legalidad establecida, aunque a menudo pasando por encima de las normas sanitarias. Todo esto es parte del consumo como forma de interacción social, con sus peculiares modos de estética.