
El epitafio es el único elogio a la muerte. El “aquí yace para siempre”, son las únicas palabras que adquieren un valor definitivo.
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Lo único que quedará al final será el hombre desollado. Eso será todo.
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Imaginar la alegría de los que no nacieron nunca, de los que no llegaron a sentir la herida del aire sobre sus rostros.

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Todos los días conversamos con seres aparentemente vivos, con pedazos de carne coagulada.
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Mirad a vuestros gobernantes con ese aire de inmortalidad o de semidioses e imaginadlos después, por un segundo, en los retretes.
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Vivir sin mitologías, sin religiones, en lo simplemente humano, en lo que somos: carne y huesos. Nada más. Eso debería bastarnos. Conocernos más profundamente, sin miedo a sentirnos abandonados. En una palabra: sin Dios.