
Desde sus orígenes modernos se promovía al deporte como un medio para que los jóvenes dominaran las pasiones, asumiendo que esto ocurriría a través de la canalización de la energía hacia fines que no produjeran daños de ningún tipo. Las pasiones violentas y eróticas se verían reducidas y controladas a causa del desgaste de fuerzas en una actividad económicamente improductiva, pero justificable para la sociedad en lo legal y lo moral.
Y si desde hace un siglo el deporte está lejos de considerarse como económicamente improductivo, también lo está en relación al apaciguamiento de las pasiones. Tantas noticias de violencia en los estadios, tan frecuentes desde hace años indican que este fenómeno va en aumento, cada vez con mayor virulencia y diversificación. Desde el racismo y la homofobia a punta de cánticos y gritos colectivos hasta las batallas campales entre barras o porras, a lo cual se agregan las masacres a causa de aglomeraciones, pareciera que un estadio es una zona de guerra donde afloran de manera negativa múltiples males sociales.
Y cabe preguntarse por qué esto ocurre en una abrumadora mayoría en el futbol y no en otros deportes masivos como lo serían el beisbol, el futbol americano y el boxeo.
Este fenómeno de masas está derivando hacia un gregarismo muy agresivo, donde lo que ocurre en la cancha y los equipos es un mero pretexto para desahogar las ansias de agresión. Individuos de distintas condiciones sociales se enfrentan por la fidelidad a un equipo, en una actitud similar a la del fanatismo religioso.
Lo más triste es que pelean por gente que gana cantidades de dinero que la gran mayoría de esos fanáticos jamás obtendrá aunque sumara los ingresos de toda su vida. No obstante, esos desmesurados ingresos de sus ídolos futbolísticos no es algo que tengan en cuenta conscientemente.
Aunque reconozco y admiro la rigurosa disciplina y la capacidad de renuncia que implica ser un deportista profesional, y considero con interés la diversidad de valores culturales propios del deporte y su importancia para la salud, siempre se me han hecho una forma de injusticia social y un conflicto ético los desmesurados ingresos que obtienen los deportistas, a pesar de que ellos no son los culpables de esa situación, proveniente de un poderoso sistema internacional.
Se han realizado en México y otros países estudios sociológicos acerca de la violencia en el futbol sobre todo en cuanto a los aficionados y las barras, pero ahora es necesario estudiar también la creciente agresividad que se nota en el campo de juego, donde ya no se respeta ni a los árbitros, ni siquiera cuando son mujeres. Los jugadores y los integrantes del cuerpo técnico se agreden y se insultan de muchas maneras, al punto de formar parte normalizada de sus funciones dentro o fuera de la cancha. Alguna relación se está dando entre la violencia canchera y la del público.
El problema de la violencia en la afición no lleva muchos decenios, pero ya se asomaba con acciones en apariencia insignificantes, que no lo eran en verdad. Aquí en Mérida entre 1980 y el 2000 existían agresiones en los partidos de futbol profesional de los equipos yucatecos cuando jugaban en el estadio Carlos Iturralde. Nunca asistí a alguno debido en gran medida a los numerosos comentarios de quienes habían sufrido que desde las gradas más altas les arrojaran restos de cerveza, agua sucia y orina, además de otros proyectiles provenientes de tipos que sólo asistían al estadio para beber alcohol y echar relajo en bola.
Peor aun fue lo ocurrido a dos compañeros de trabajo que habían ido a un partido en compañía de la esposa de uno de ellos y de otro amigo. Al estar dirigiéndose al área de sus asientos la señora fue víctima de manoseos. Es de notar que aquellos compañeros no eran para nada de apariencia débil e incluso uno de ellos tenía una cara tan de pocos amigos que no incitaba para nada a faltarle el respeto. Con valentía, enseguida encararon a los manoseadores y se trenzaron rápido en una pelea, pero sucumbieron víctimas del culerismo montonero. Eran tres contra diez y terminaron en el hospital.
Esto ya se estaba volviendo común hace 30 años y ahora es una práctica incesante, agravada cada vez más sin que se estén tomando todas las drásticas medidas necesarias para evitarlo. Es un problema que debe atenderse desde las raíces, aunque es un asunto difícil de resolver. Lo que está ocurriendo en el futbol profesional es como un microcosmos de lo que está bullendo en la sociedad desde hace años y que amenaza volverse un alud más allá de los estadios.