
Niño de 10 años, estudiante en un colegio privado únicamente para varones, nuestro personaje era de piel muy blanca, tan blanca que su apodo se refería a dicho color. De movimientos y hablar sumamente refinados, por entonces, antes de que se desatara esa euforia de la paridad de género. El orgullo a la diversidad, aunque parezca al menos, a los niños con maneras un tanto afeminadas sus compañeros los trataban de la misma manera que a todos. Obviamente vislumbraban aquella diferencia, tan notoria, sin embargo, no se metían con ellos, sin burlas, lo que hoy llamamos bullying.
En Mérida por entonces eran pocos frecuentes los crímenes de odio. Volvamos a nuestra escuela o compañero. Ya desde que cursaba el tercer año de primaria, cierto día se presentó a la escuela con las uñas pintadas, obviamente todos sus pequeños amigos lo miraban extrañados y fue el mismo profesor quien le preguntó el porqué de aquel hecho y su respuesta tan inocente no pasó a mayores.
Respondió: “pasó un chiquito y me las pinto” y lo mandaron a lavarse el a destentarse con la maestra de primer año, Lucrecia, adorable cabecita blanca que la hacía de enfermera. Con acetona arregló aquella situación y el niño regresó al salón de clases. Entre los niños, no hubo más comentarios y solamente el maestro mostraba una sonrisa, entre burlona y de preocupación.
Siendo una escuela en donde se privilegiaba el deporte (por las tardes, de 3 a 4 había una clase y de 5 de la tarde hasta anochecer, puro deporte. En especial el fútbol. Aunque el básquetbol y la natación se practicaba con mucho entusiasmo en un campo hoy desaparecido). Durante ese lapso, él y otros niñitos con sus mismos gustos no participaban en ninguno. Existiría un espacio de árboles grandes, tipo bosquecito, en el que caminaban aquellos auto-segregados, pescando mariposistas o comiendo los deliciosos almendros de los árboles que estaban en la escuela.
Como antes dije, aunque se les miraba de reojo por los de su misma edad, los mayorcitos se reían, pero disimuladamente, de sus exagerados afeminamientos. Por ejemplo, al agacharse con sus pantalones cortos, lo hacían con las piernas juntas y de perfil, exactamente como las muchachas.
Ya un poco más grandecito, en quinto año, se le ocurrió, en su mente loca, acudir a la escuela con un brasier, al ser descubierto, los demás niños lo rodearon, considerando aquello ahora sí como una ofensa a la dignidad de ellos y de su escuela. Lo rodearon y le daban de empujones, debo recalcar que nadie lastimó a puñetazos.
Simplemente, por sentido común, veían que aquello estaba muy mal. Cayó al suelo y ahí le abrieron la camisa, le sacaron el brasier, relleno de calcetines. Durante esta agresión, el pobre gritaba algo que sonaba muy extraño al resto: “¡No me peguen, no me peguen, voy a perder a mi hijo!”. Llevaron el brasier al director, mismo que citó a sus padres al día siguiente. Los agresores, los que dieron los empujones y manotazos, miraban expectantes a las puertas de la dirección. Para acabar pronto, aquel pequeño fue expulsado de la escuela “por ser un mal ejemplo”.
Pasados los años, aquel pequeño niño amujerado se casó y tuvo hijos.