Cultura

La muerte, el llanto y el pudor

La muerte, el llanto y el pudor

José casi no se acordaba de su padre, que había muerto joven, dejándolo a él, chiquito, de 8 años, como cabeza de familia y a su madre embarazada de varios meses, con otros dos niños. Nació el cuarto y vinieron las hambres y las humillaciones, hasta que “Pepito” creció un poco. Se puso a trabajar en una tienda.

Ahorrando y malviviendo, ahorraron lo necesario para comprarle al padre sepultura perpetua. Y todos los domingos iban madre y sus chiquitos a poner flores y a pintar la hierba. Un día que llegaron a la casa, José vio a una mujer de luto. Un poco más allá estaba una niña de unos 13 años, emocionada y avergonzada a la vez. No había de qué avergonzaste: sufrir no es vicio, además, la mujer lloraba cortésmente. Sin exageraciones. Pero así es la juventud. Lloraba la mujer con discreción, y se notaba, se palpaba la gran intensidad de su pena.

La cara hundida en un pañuelo griseado. Las uñas clavadas a través del pañuelo en las huecas mejillas. Los hombros vencidos como ramas viejas… José se detuvo a mirar a aquella mujer. La madre y los hermanos, que no se habían fijado en ella (¿qué tiene de particular que alguien llore en un cementerio?) siguieron adelante. Se detuvo con fe a mirarla y el vestido remendado, vestía medias, comprendió la verdadera dimensión de aquel dolor. No lloraba la viuda solo por el difunto, sino también, y por sobre todo, por sí misma. Por la niña que, sin entender, susurraba en silencio con los otros hijos que quizá se quedaban con una vecina. Por la pobreza que les esperaba, por el hambre que ya enviaba emisarios, por el frío, y por la soledad, por la deshonra, por la desesperación. Aunque José también venía a llorar una muerte, la olvidó. La aplazó. Ante un llanto más hondo y más necesitado. Quiso acercarse. Quiso abrazar a aquella pobre mujer desconocida. Quiso hablarle y consolarle con sus cortas palabras de niño ignorante, pero no pudo. La niña le miraba casi con odio. Rogándole, exigiéndole que respetara su pudor. La mujer no se había dado cuenta de nada. Seguramente no le habría oído ni escuchado. Y la madre (la otra) y los hermanos le llamaban de lejos. “Pepito” se abrochó la camisa y echó a andar.

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