
Faltarían algunos años para que Yucatán tuviera su propia imprenta, por lo que no había forma de enterarse de las noticias citadinas. Sin Embargo, los cocheros de las calesas de los encomenderos se las sabían todas, todas, y conocían los sucesos de aquella Mérida colonial.
Sólo los encomenderos y el gobernador contaban con calesas para trasladarse de un lado a otro. A veces, en su diario trajinar se encontraban los cocheros manejando sus calesas e intercambiaban los últimos chismes de la ciudad:
-¡Oye Juan! ¿Qué has escuchado últimamente?
-Que el gobernador se puso una guarapeta y todavía no se cura de la cruda…
-Pues yo supe que anda muy ansioso por lo de la guerra contra los indios.
-Si hombe, y que van a traer más cañones de España…
Estos cocheros, gente de confianza de sus patrones (aunque no por ello dejaban de ser esclavos), escuchaban desde sus pescantes todo lo que conversaban o trataban sus jefes; a veces, imprudentemente por su parte, levantaban la voz y todo ello iba a parar a los oídos del calesero, quien a su vez, lo comunicaba a sus cofrades de otras calesas. Pero en realidad eran bastante fieles por temor a ser despedidos de sus puestos donde recibían cama y comida y tenían resueltas todas sus necesidades. Cuando llega la imprenta a Yucatán, ya sus chismes no servían para nada pues los primeros periódicos como El Misceláneo y El Aristarco Universal acabaron por tomar su lugar en los chismes citadinos.