
Un día en que acababan de arreglar la tumba de papá y se volvían a casa, el hijo, Julián, vio a una mujer, ya mayor, de luto, que lloraba junto a una tumba reciente. Un poco más allá aguardaba una niña de doce o trece años, emocionada y avergonzada a la vez. No había de que avergonzarse: sufrir no es vicio, además, la mujer lloraba cortésmente, sin exageraciones. Pero así es la juventud. Lloraba la mujer con discreción, sin abaratas y se notaba la gran intensidad de su pena. La cara hundida en el pañuelo gris y arrugado, las uñas clavadas a través de las huecas mejillas, los hombros vencidos como ramas de árbol viejo.
Julián se detuvo a mirar a aquella mujer, la madre y sus hermanos, que no se habían fijado en ella (¿qué tiene de particular que alguien llore en un cementerio?) siguieron adelante. Se detuvo Julián a mirarla, y en el vestido remendado, los zapatos rotos, las viejas medias de algodón, en el mismo pañuelo desgastado, comprendió la verdadera dimensión de aquel dolor. No lloraba la viuda solo por el difunto, sino también y sobre todo por sí misma, por la niña que, sin entender, censuraba en silencio, por los otros hijos que quizá quedaban con una vecina, por la pobreza que aguardaba, por él hambre que ya enviaba emisarios, por el frío, por la soledad, por la deshonra, por la desesperación.
Aunque Julián también venía llorando una muerte, la olvidó, la aplazó ante un llanto más hondo y más necesitado. Quiso abrazar a aquella pobre mujer desconocida. Quiso hablarle y consolarla con sus pobres palabras de chiquito ignorante. La niña le miraba, casi con odio, rogándole, exigiéndole que respetara su pudor. La mujer no se había dado cuenta de nada, seguramente no lo habría oído ni escuchado. Y la Madre (la otra) y los hermanos le llamaban de lejos: ¡Julián, Julián!. Julián se abrochó la camisa y se echó a andar.