Cultura

Campo Santo macabrón I

Campo Santo macabrón I

De día, López y Manuel, los policías del poblado, solían coincidir a la entrada del cementerio. Lo atraviesan juntos, por entre las lápidas pasan frente al mausoleo de los ricos, y se retiran.

De noche, López no coincide con nadie ni con nada, a no ser con sus sueños. Manuel sabe perfectamente que ya no verá a su amigo hasta la hora del relevo, a las 4 de la mañana.

El cementerio del pueblo no inspira horror ni devoción, ni respeto si quiera. No es más que un terreno de hierba seca de donde brotan 15 o 20 lápidas torcidas, agrietadas y sucias. El llamado mausoleo es un simple monolito sin arte ni adorno. Las inscripciones casi no se ven, deterioradas por el tiempo.

Lo que sí hay en el cementerio es cierta tranquilidad. Solo y cansado, Manuel aprovecha para reposar un minuto. Se sienta, como puede, en una lápida. Cruza las manos sobre su pecho y apoya la barbilla en las manos. Se le cierran los ojos, y para dormirse apela a su memoria, al recuerdo de un episodio que algo tiene que ver con estas cercanías.

Manuel casi no se acordaba de su padre, que había muerto joven, dejándole a él, un chiquito de ocho años, por cabeza de familia, y a la madre embarazada de siete meses y con otros dos niños a sus faldas. Nació después de tres hermanos, vino el hambre y las humillaciones, hasta que su hermanito creció un poco y pudo entrar de aprendiz en la pueblerina peluquería.

Apretándose y mal viviendo, ahorrando lo necesario para comprarle al padre sepultura perpetua. Todos los domingos, después de oír misa en la iglesia de la Inmaculada Concepción, iban madre y niños a poner flores y a quitar la hierba sin limpiar el contorno del sepulcro. Contorno del dolor. Una tumba algo desatendida.

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