
Sepa Dios de donde venía un infeliz para establecerse en Mérida. Llegó de súbito y los meridanos no lo vieron con buena cara. Era el año de 1626 (esto es, casi se van a cumplir cuatrocientos años de tan infausto suceso).
–¿Quién sois vos? -le preguntaban los transeúntes de aquella Mérida pequeña y desconfiada.
Pero aquel hombre, de facha humilde que sólo traía como equipaje una bolsa con barajas y otros papeles, contestaba:
–¿Qué importa mi nombre? Sólo soy un viajero que anda conociendo lugares.
-¿Pero por qué habéis escogido Mérida? -insistían- En esta ciudad no nos gustan los extranjeros. Y vos lo sois. Os estaremos vigilando.
El recién llegado hizo poco caso de las advertencias de los meridanos y se dedicó a lo que sabía: practicar juegos de manos con cualesquiera que gustara de ellos. Así podría ganar algún dinero.
Gobernaba Yucatán en aquellos años Fray D. Juan de Vargas Machuca, hombre de pelo en pecho, duro como el pedernal que sabía castigar a sus enemigos, que eran muchos.
Algún fulano soberbio le fue con el chisme al gobernador:
-Su Señoría debe tener más cuidado.
-¿Por qué decís tal cosa? ¿Hay algún peligro?
Y le dio su impresión del extranjero y su desconfianza de él. Vargas Machuca se erizó de coraje: ¿Un extranjero en Mérida?
-Y creo que trae malas intenciones -le confiaba el chismoso.
No quiso investigar el asunto el gobernante y sin consultar con sus consejeros, mandó apresar al recién llegado y ordenó su ahorcamiento en la Plaza Mayor de la ciudad, lo que ocurrió el 28 de octubre de 1626 ante una muchedumbre de morbosos que no tenían nada que hacer. Pero tal injusticia no quedó sin castigo. Se averiguó que Vargas Machuca era un contrabandista y fue enviado a una prisión de la Nueva España, donde falleció.