
Conocí personalmente a uno, ya avejentado, pero no al otro, del que habla el Licdo. Santiago Burgos Brito en uno de sus libros. Comenzaré por el segundo, del que tengo menos que decir, por claro, no haberlo conocido: un tal Carenzo. Algunos dicen que era campechano. Según sus biógrafos era blanco, rubio y de ojos azules, pero negado para el trabajo.
Este Carenzo (hay quien dice que era de estos lares) se andaba por nuestras calles y cada vez que se topaba con alguna persona, algo habría de pedirle:
Hermano, dame algo para la sopa; aunque sean 20 centavos.
A veces se le concedía su petición pero no la mayoría de las peticiones. Gustaba del café y decía: Hermano, préstame 5 centavos para mi greca. Y venía la respuesta del otro: No tengo, no puedo darte ni un centavo. Entonces Carenzo, con humildad, respondía: -Gracias de todos modos, hermano y que te vaya bien.
Ignoramos su destino final.
Otro andarín era Mírtilo Hernández, flaco como una espiga, vecino del barrio de Santiago. A este sí lo recuerdo porque todavía vivía al final del siglo.
Trabajaba al principio lavando automóviles por lo que contaba con algo de plata para la “frita”, como él decía. También hacía mandados al que se los pidiera: ir al Palacio de Gobierno, al Registro Civil, al Catastro, y por estos encargos recibía también dinero. Pero un día decidió que ya estaba viejo y cansado y se dedicó a la “güeva” (como le dicen en México a la vagancia) y andaba tocando puertas cuyos propietarios le ayudaban a veces con centavos o algo de comida. Una de esas puertas era la de la casa paterna (la mía) y la pobre mucama, la buena Librada, obsequióle los restos de un potaje. Mírtilo, después de oler la dádiva, la rechazó: “No está bueno. ¿Para qué me das esta porquería?” Ya después no le vi más. Pero como ya estaba viejo y aborrecía el trabajo, es posible que haya concluido en el cementerio.