
Las mujeres yucatecas han sido alabadas en lo individual y en lo colectivo desde distintas perspectivas de opinión. Por supuesto, conforme a sistemas de valores dominantes en otras épocas, de las cuales aún subsisten considerables residuos, el de la belleza física ha sido uno de los más comunes junto con el de la condición hacendosa.
Los grados de importancia de estos elogios son variables, de acuerdo al origen y papel intelectual o social de las personas que los manifiestan y a la época en que se expresaron. A veces conllevan comparaciones con mujeres de otras regiones o de otros tiempos y ha habido percepciones específicas según la pertenencia étnica y la clase social. Cabe señalar que este tipo de miradas también se ha dirigido al mundo masculino yucateco, con resultados muchos más desiguales y contradictorios, además de los que engloban a ambos géneros como sociedad.
Transcribo una opinión que destaca porque el encomio hacia la mujer de Yucatán trae consigo una comparación favorable respecto a los varones, al grado de una superioridad de virtudes, realmente desacostumbrada para lo que el autor del texto considera común en el mundo:
“Por lo poco que tengo visto y observado en el corto tiempo que ha permanecemos en este país, el sexo femenino vale mucho más que el masculino, lo que es una excepción a la regla general. Las mujeres, a más de ser generalmente hermosas, se hallan dotadas de mucha virtud, de mucho candor, de una inocencia sorprendente y de una extremada laboriosidad, puesto que he presenciado que mientras algunos maridos se hallan entregados a la holganza y al juego, ellas no tan sólo atienden al gobierno de su casa, pero sí también a los negocios puramente mercantiles, peculiares al hombre, viéndolas ora vender detrás de un mostrador, ora comprar a los individuos del interior, y hasta pesar por sus propias manos aquello mismo que compraban. Aquí las mujeres adquieren, los hombres destruyen. Mujeres, pues, de esta clase deben de necesidad ser buenas esposas y mejores madres, y así como para nosotros el casarnos en ciertos países es una verdadera calamidad, en este lo considero como una verdadera felicidad. El celibato en aquellos es una economía, aquí lo es el matrimonio”.
Tiempos de ascenso del capitalismo, donde la economía política es más compleja y se requiere de emprendimiento en todos los estratos. Tiempos también donde el matrimonio se atiene ante todo a las circunstancias pecuniarias presentes y futuras. Conforme a este párrafo, las mujeres de Yucatán parecen asimilar la modernidad y asumirla de modo activo mientras los dominantes varones se dedican a la destrucción y al despilfarro.
Su autor fue Buenaventura Vivó, nacido en Puebla quizá en 1819 (otras fuentes indican 1813 o 1820), hijo de padre catalán y madre mexicana, pero crecido en España a donde fue llevado en los inicios de la Independencia de México. Sus principales funciones públicas fueron la de cónsul de México en La Habana y ministro de nuestro país en España en uno de los tantos gobiernos de Antonio López de Santa Anna.
El fragmento transcrito proviene del artículo titulado “El extranjero en Mérida” y fue publicado en el tomo II del Registro Yucateco en 1846, cuando Vivó iniciaba sus funciones diplomáticas en la capital cubana y previa al inicio de la Guerra de Castas. Puede leerse también en el libro Los yucatecos pintados por sí mismos. Artículos de costumbres del siglo XIX, edición de Tatiana Suárez Turriza, publicado por el Cephcis de la UNAM en 2017.
Aun cuando las publicaciones impresas consideraban a las mujeres como un objetivo en tanto que lectoras, es decir como público consumidor, creo sincera la visión de Vivó, que también se deslumbró -al igual que el joven médico español que circunstancialmente lo acompañaba- por el encanto físico de las yucatecas.
Sin duda, ese testimonio es más que una curiosidad y da mucho que pensar, tanto por la alta valoración de las mujeres de nuestra tierra como por la degradada respecto a los varones, esta última reiterada de distintas maneras en tiempos posteriores.