
Hace algunos años, en una visita guiada por la ciudad de Mérida con un grupo de personas de la tercera edad, todos residentes en Mérida, me llamó la atención que varios de ellos manifestaran no conocer ciertos lugares del recorrido, tales como la Ermita o las iglesias de estilo neogótico de Chuminópolis. Conocían dicho barrio y dicha colonia sólo de nombre, algunos decían haber estado en alguno de los dos, quizá de muy niños, por lo menos cincuenta años antes, pero nunca, sino hasta ese momento, habían regresado.
Este desconocimiento puede deberse a muchas razones, pero una deriva de uno de tantos problemas que ciertos investigadores en temas de urbanismo han señalado respecto a Mérida: la disgregación que sufre. Cada parte de la ciudad funciona como un pequeño centro, lo cual no tiene nada fuera de lógica, a no ser porque dicha situación parece cumplir también la función agregada de aislar del resto de la urbe tales partes.
Y si con esas personas de la tercera edad se daba el desconocimiento de lugares simbólicos e históricos, qué decir de la gente de generaciones más jóvenes. A menudo comento que cuando mencionamos sitios como la Ex Penitenciaría Juárez, la Casa del Pueblo o el barrio de San Cristóbal pareciera que estamos hablando de Shangai o de Hong Kong.
La ciudad se ha parcelado, como si existiesen fronteras que evitasen el acceso de unos lugares a otros. Y por supuesto que hay barreras económicas y sociales, de discriminación, que se manifiestan materialmente de muchas maneras como el tipo de transporte, la ausencia de embanquetado en ciertas zonas de poder económico y la concentración de los centros de diversión y de las plazas comerciales.
Aunado a ello, no se fomenta el disfrute de la arquitectura, del que escuché hablar a un arquitecto yucateco hace algún tiempo. Esa falta de fomento al interés por el entorno urbano parece tener el propósito de mantener las distancias sociales. La ausencia de apego a la ciudad y a sus símbolos permite de modo indirecto que se vayan destruyendo importantes edificios, que amplias zonas vayan quedando abandonadas, que se ignoren los valiosos cambios históricos de esta ciudad donde vivimos.
Mérida es una ciudad por descubrir. Lo he venido notando en la sorpresa de numerosos meridanos de diversas edades cuando descubren algo que ha estado siempre ahí a nuestro paso, en nuestras narices, pero que por las tantas barreras se nos ha impedido notar. Y la alegría o el interés despertados dan lugar a que se busque el registro de todas las maneras posibles, desde la meramente personal (que es decir mental) hasta la imagen captada o interpretada.
En el mismo orden de ideas, algo que a veces me intriga y que seguramente está relacionado con la poca asistencia a importantes actividades culturales, es el del desconocimiento de la ubicación de los espacios culturales de Mérida por un considerable número de personas. Damos por hecho que toda la gente sabe dónde se encuentran el Teatro Mérida, el Peón Contreras y la Biblioteca Central Estatal, pero han sido muchísimas las veces que he sido testigo de personas que ignoran su ubicación, si no es que hasta su existencia misma. Ni falta hace pensar lo que ocurre respecto a los Museos de la Ciudad y de la Canción Yucateca, el Palacio Cantón y la Pinacoteca “Juan Gamboa Guzmán”.
A ese respecto hace falta buscar los medios permanentes que permitan dar a conocer la ubicación de los espacios culturales. A partir de este conocimiento elemental se facilitará que cada quien se encargue de averiguar qué es lo que se ofrece en materia de actividades culturales. De ser posible, se debería empezar en las escuelas con visitas guiadas a los lugares y trabajar en materia de difusión cultural y de conocimiento de la ciudad de manera constante.