Dormitaba don Gonzalo anche, famoso auriga de los años setenta del siglo XX, en el pescante de su coche calesa, su orgullo y manera de ganarse la vida. Lo mantenía en perfectas condiciones: reluciente con su fúnebre color y mismo aspecto. Hacia dos o tres viajes por día que le daban el dinero suficiente para el sustento de su familia.

Tenía además sus ahorros. Treinta dentro de la profesión juntando peso sobre peso. Tenia un sueño que se le estaba a punto de cumplir, comprar una casita. una casta bastante cómoda y amplia situada en uno de los fraccionamientos nuevos que se otorgaban a los trabajadores. Cumplía su futura vivienda los mas bonitos sueños del cochero. Había valido la pena tanto sudor, y tanta joda. Pronto aquel anhelo se le haría realidad, ya que estaba ya autorizado.
Unos toquecitos en el hombro, lo sacaron de su soport. Se trataba de un cliente. Elegante, vestido todo de blanco de los zapatos a la filipina y con soguillas áureas que deslumbraban de relucientes. El hombre pregunto el precio por una llevada. Iba a un lugar muy apartado en las afueras de la ciudad. Pactaron un precio y el albo personaje se puso en el asiento trasero. En e trayecto trabo conversación con Chalo. De que pueblo era, cuanto ganaba, el tiempo que llevaba en el oficio, si este le gustaba. Todo un caballero de finos modales y fina estampa. Canché estaba tan a gusto en la plática con el cliente que no se fijó siquiera en el tiempo transcurrido durante el trayecto a la casa (residencia decía el hombre cada vez que se refería a ella). Arribaron a la misma ya entrada la noche. Esta resulto ser una antigua hacienda que había sobrevivido a la picota de Progreso. El hombre de blanco se apeó del coche y le intento pagar a chalo con un billete de la más alta denominación que existía en aquellos ayeres. Por su puesto no tenía cambio para tal cantidad, pero no había problema. El señor de los anillos le prometió pagarle al día siguiente, y que estaba encantado de la manera en que lo sirvió el cochero.
Entonces mañana a la misma hora dijo el señor. Y se despidió penetrando a su residencia. Chalo feliz. Que buena persona aquel Dzul.
Después de varios días, puntual, el hombre llegó a tomar su transporte, aquello se volvió una cuestión particular. Esta vez propuso un viaje por el paseo Montejo. Saludaba a cuanta persona veía en las mansiones de la hermosa avenida, aunque use el decir que nadie le contestaba y lo miraban extrañamente. Chalo anonadado entre las “amistades” de su nuevo cliente. Podo q podo comenzaron una relación de mutua amistad. El cochero le contó que su trabajo tenía sus altas y sus bajas. La era de mayor esplendor fue cuando estuvo de planta en su sitio de la estación Central de Ferrocarriles. Maaaare, en esa época todos usaban calesa, ahora me defiendo con los gringos, aunque todavía hay gente de acá que nos ocupa.
Por su parte, el caballero audaz era “ingeniero”, que le gustaba dar paseos por la ciudad “como hacían mis padres y abuelos”. Esto no se debe de perder. Es una bonita costumbre.
Aquellos recorridos se hicieron costumbres. Chalo ya ni el intento hacia por cobrarle a su cliente favorito. A su amigo. No había necesidad, ya le pagaría el sin necesidad de recordárselo, esta vez al llegar a su destino, e ingeniero hizo bajar al cochero del pesante. Le iba a presentar a su familia. El cochero se engentó y no quería bajar. Mucho hubo de insistir el “ingeniero” para que accediera. Le presentó a toda su familia. Padre, madre, y hermanos. Chalo ruborizado, pero orgulloso y agradecido. Nunca había conocido gente tan fina, ni tantos autotes que tenían, deberían ser muy ricos. Todos, hombre y mujeres rubios y bonitas y hermosas….
Continúa….