
La bella Manina Ancona me hizo llegar por Whatsapp un vídeo con reciente versión de Las aguas de marzo, canción que, como se sabe, es del compositor José Antonio Jobim, y máximo triunfo interpretativo de Elis Regina.
El video en cuestión no proporciona mayores créditos, es con una banda de jazz, un saxofonista fabuloso y dos jovencitas de voces bien acopladas y agradables.
Entusiasmada por volver a escuchar esta canción después de muchísimos años de no hacerlo, me sentí obligada a compartirla con algunos amigos cuya juventud hubiese florecido a finales de los años 60 y mediados de los 70.
La reacción fue unánime, todos agradecidos con el envío porque desató una estela de recuerdos, aunque al final declararan que la versión original de Elis Regina en dueto con Tom Jobim, jamás podrá ser superada.
Cada quien narró las razones por las que amaba la canción, las circunstancias en que la escucharon por primera vez, la sensación que les produjo, de modo que pasé casi toda la mañana leyendo mensajes de reconocimiento acompañados de su respectiva historia.
En lo personal, hice memoria de que en un programa de Siempre en Domingo se presentó Elis Regina, recién llegada del Brasil. Uno o dos bossa novas más y finalizó con Las aguas de marzo. Mi grupo de cuates y yo, que veíamos la tele sentados en el piso de una sala, acabamos dando alaridos de emoción. Raúl Velasco (que en paz descanse), con aquel gesto de zonzo, insistía: “pero qué bonita sonrisa tiene Elis, ah!, cuando ríe dan ganas de reír también” y una sarta de bobadas que no tenían nada que ver con aquella magistral creación de Jobim.
No se tenían mayores referencias de la artista y en todo Mérida no había existencia del disco. A la semana siguiente se supo que ella estaría invitada en un programa de televisión de los lunes a las ocho de la noche, y con seguridad cantaría aquel éxito.
Con la certeza de que lo interpretaría, discurrimos que la única forma de obtenerlo, era grabándolo a la hora del programa. Pero no teníamos grabadora. Recurrimos a don Pedro Ansòtegui, que era un mecenas cultural, y se ofreció a grabar personalmente. Colocó el aparato encima del televisor y cuando se anunció la canción, apretó el botón.
A la hora de reproducirla, nuestro entusiasmo se fue para abajo, pues al depositarse encima del mueble, que no era de madera sino de aluminio, se obtuvo una vibración fatal. Decepción absoluta.
No mucho tiempo después, don Pedro consiguió en la ciudad de México un cartucho, que era una especie de casete enorme para escucharse exclusivamente en el sistema de un automóvil. Así que para festejar, desde la Pop hasta el Impala, todos hechos bola en el coche rojo de don Pedro, fuimos repitiendo y repitiendo aquella composición estupenda que nos proporcionó tanta alegría en su momento y que nos devolvió hoy, un retazo de juventud.