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Cuando fuimos niños :  Cosas varias, miedos y demás ( y 5 )

No cabe la menor duda que cuando comenzamos a escribir nuestros recuerdos, los olores, colores y sabores de muchas cosas regresan a nuestra mente y vivimos esos momentos de nuevo, esto seguro le pasará a los caros y caras lectores que tienen acceso a estas notas. Es por eso que al escribir estas líneas, el viaje que realizamos de manera diacrónica se nos presenta como aquel programa que de niños veíamos en la tele y que se llamaba el Túnel del Tiempo, regresar al pasado.

            Hay olores que cuando los conocemos de niños siempre se mantienen en nuestra memoria, en algunos momentos se quedan guardados, pero en el momento en que uno de ellos llega a nuestro olfato de inmediato rememoramos alguna escena de nuestro ayer. Todos los que fuimos niños hace algunas décadas siempre recordamos a alguna persona de edad avanzada, hoy denominadas de manera eufemística como de la tercera edad, pero que para nosotros eran, nuestras viejitas (en caso particular del de la letra). En algunas notas pasadas el de la letra ha  mencionado a una de sus tías viejitas con la cual convivió muchos años, la tía Rita, ella fue natural de Teabo pero se avecindó a nuestra ciudad de Mérida a corta edad, pues resulta que ya era de edad avanzada (aunque es posible que tuviese aproximadamente de  sesenta a setenta años, ya que cuando falleció ya contaba con más de ochenta,  pero  la vista del que lo cuenta ya era una persona grande) y tenía la costumbre de usar al peinarse vaselina o glostora, (de color verde, líquida o en su presentación normal), al peinarse y ponerse en el cabello este líquido, dejaba un olor que durante mucho tiempo se podía sentir, era una manera de saber que estaba recién bañada, ya con el paso de los años y al estar más viejita, el uso del talco Maja, fue haciéndose más acentuado en su persona. Con el paso de los años, la mamá del de la grafía, en su etapa ya de senectud, su olor fue el de talco, lo usaba de manera habitual y a cualquier hora. Esta costumbre se le quedó arraigada al que lo narra.

            De niños, el acudir a un sepelio o bien a una velación, ya sea en casa o en alguna funeraria, no era muy común. Esto estaba permitido a las personas mayores, aunque el que lo cuenta recuerda que a la primera persona que vio muerta fue a su bisabuela Mariana, persona de edad, mestiza  y quien era abuela de la mamá del que suscribe. Con el paso de los años, la experiencia de asistir a los velorios fue algo no muy seguido, pero esto dejó una honda huella en el recuerdo ya que las flores y sus olores se fueron relacionando con la muerte, es por eso que cuando se puede oler en el ambiente un aroma de las flores características de este evento, de manera inmediata es relacionada con la muerte. Lo mismo ocurre cuando se siente el olor a ruda, de inmediato se remite uno a las iglesias o bien a una persona desmayada o enferma que se les deba para oler.

            Los miedos siempre nos acompañaron de niños, pero siempre fueron infundido por las personas mayores. Había miedos que no podían ser explicados porque provenían de la creencia popular y otros aunque tuviesen explicación, en aquellos años mozos no era posible que nos sentáramos y tratáramos de explicarlos y entenderlos, más bien, lo evitábamos hasta donde era posible.

            El miedo a la oscuridad, es algo que siempre ha estado presente en nuestra vidas, el no saber que puede encontrarse en un espacio que carece de luz, resulta muy tenebroso. Los espíritus, los malo, siempre está oculto en la oscuridad, es por eso que cuando la luz se va o bien cuando tenemos que entrar a un lugar con ausencia de luz, nos produce miedo y de inmediato encendemos un fósforo y con una vela en la mano, sin importar que ésta se derrita en nuestras manos y caiga sobre ella la cera derretida, lo aguantamos porque preferimos el dolor a la incertidumbre y el miedo de lo que puede encontrarse en un espacio sin luz.

            El miedo se acomodaba a las inclemencias del tiempo, por ejemplo, cuando llovía mucho, en aquellos años de los setenta, nuestra ciudad no estaba pavimentada por completo y en muchas colonias existía lo que se llamaba calles malas, en ellas la lluvia se encharcaba y con el paso de los días, quedaba verde y la proliferación de ranas y sapos se hacía presente. El miedo no lo representaban la presencia de estos batracios y su canto, sino que lo que realmente causaba miedo, era la posibilidad de que alguno de estos anuros nos orinara en los ojos y quedáramos ciegos. Pero, mis caros y caras lectoras, léase esto con detenimiento, y preguntémonos que porcentaje habría que una rana nos orinara y atinara en nuestros ojos. Eso sin lugar a dudas representaría algo inexplicable. El de la letra no conoció ningún caso de este tipo en donde una persona haya quedado ciega a causa de haber sido orinada en los ojos por alguna rana o sapo. Cuando se tenía que pasar por alguna calle mala donde se escuchara el croar de las ranas y sapos, se pasaba de manera rápida y con las manos en los ojos, por aquello de “que tal si nos orinaba una rana”.

            Hace ya muchos años, más de sesenta, en los patios de las casas de las colonias populares, era común que existieran grandes árboles, como el ramón, el ciricote, el roble, la huaya, etc, y más común que en las copas y ramas de éstos se posaran unas grandes aves llamadas zopilotes, o “chombos”. La presencia de estos avechuchos se debía a que en esos años no había la costumbre de que pasara por las casas un camión para recoger basura y en algunos patios había instalados unos pequeños cuartitos donde las personas hacían sus necesidades, llamado excusado. Consistía en un pequeño cuarto elaborado con cartón o láminas como paredes, sin techo y con una entrada, en donde algunas personas que carecían de baño realizaban sus necesidades fisiológicas. La basura y esto, hacía posible la presencia de los chombos. 

            Pero el miedo a estas aves, era que debía uno de procurar que en el vuelo o cuando se pasaba debajo de un árbol donde estuviese uno de estos grandes animales negros, ésta les defecara o “ensuciara” en la cabeza, a que esto les causaría que se quedaran calvos. Se remediaba usando una gorra (cachucha) si se tenía que pasar por debajo de ellos, pero el miedo que representaba el quedarse calvo porque les cayera en su mollera un poco de suciedad de estos zopilotes, representaba un miedo que no tenía explicación. Tampoco hay registro que alguna persona quedara calva por este hecho de heces.

            Otro de los miedos que se aprendieron de niños, era que cuando uno estuviese comiendo o anolando una huaya, ésta pudiese tragarse. Este miedo si fue comprobado, ya que una prima del de la letra estando chica, al comer una huaya, comenzó a atragantarse a causa de una pepita del fruto referido  que quiso pasarse por su garganta y ahogarla, pero gracias a la intervención de sus papás esto no pasó mas de un susto, pero la experiencia y lo que causó  el posible ahogamiento hizo que el de la tinta no comiera hasta el día de hoy huaya por el temor a tragarse la pepita y pudiese ahogarse, este es un miedo que puede evitarse.

            Un miedo causado por la mamá del que lo cuenta se relaciona con la ingesta de un alimento determinado, el pescado, ya que según la sabiduría materna, ella decía que no había que comer pescado y alguna carne fría o queso porque le daría mal de pinto(vitíligo) al que lo comiera. Esto se quedó en la mente del que lo cuenta, quien no come hasta el día de hoy pescado o marisco, pero eso no fue causal que con el paso de los años apareciese en sus manos vitíligo. Ya con el paso de los años se comprobó que esto fue hereditario, ya que su papá lo tuvo. Hoy día se puede comer en los restaurantes de mariscos pescado relleno y no pasa nada. Pero lo que dijo mamá, hay que tomarlo en cuenta.

            Cuando somos niños aprendemos muchas cosas de maneras diversas, el respeto a las personas mayores, el estar limpios y presentables, el decir buenas noches, buenas tardes o buenos días cuando estamos en la calle y pasamos junto a otras personas, sin importar si las conocemos o no. Era común “viajar” en camión urbano, y cuando estábamos sentados y si se subía una mujer sin importar la edad o situación, era nuestro deber el demostrar nuestro respeto al cederles nuestro lugar.

            Era común el que pasaran a nuestras casas, las personas que estaban pasando situación económica muy mala y de casa en casa y de puerta en puerta pasaban pidiendo caridad, con la tonadilla “una caridad en el nombre de Dios,,,”, por lo general eran personas de la tercera edad, mestizas o mestizos y también uno que otro catrín y catrina. Por lo general se les daba algunas monedas o algo para comer, ya sea tortillas o alguna otra cosa. Con el ejemplo aprendimos a dar a los que más lo necesitaban. En la actualidad ya casi no pasan a las puertas de la casa a pedir caridad, sino que se ponen en las principales calles y avenidas de nuestra ciudad para realizar esta faena, aunque ya no son de la tercera edad las personas que se dedican a pedir caridad, los hay de la primera, segunda y tercera edad.  Locales y foráneas.

            Lo anterior ha sido algunas reflexiones y comentarios de lo que vivimos, aprendimos y hemos puesto en práctica en nuestra adulta vida y todo ello aprendido cuando fuimos niños. Ustedes mis caros y caras lectoras, seguramente vivieron algunas experiencias como lo hizo el de la letra y es muy posible que hayan tenido otras experiencias y aprendizajes. Cada familia es un mundo y ese mundo lo transmiten y nosotros tenemos la obligación de preservar nuestras costumbres, hábitos y tradiciones familiares. En cada familia se presentan estas tres cosas de diferente manera. Como dicen las personas de mayor edad, “recordar, es volver a vivir”.

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