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Limosna de la Vida (II)

Limosna de la vida

Decíamos que Johnny, frutero de ocupación, era un mestizo (como llamamos aquí al campesino) musculoso y saludable ya muy arriba de los cincuenta, que llevaba cargada su mercancía en dos canastos y en un cajón rebosantes de papayas, melones, naranjas, plátanos y otras variadas clases de frutas mayormente del patio.

Nos quedábamos admirados observándolo siempre infatigable, siempre sonriente, llevando tan pesada carga por todo el barrio de Santiago. Lo que sí, era muy platicador; mientras las amas de casa escogían sus frutas predilectas, él no se cansaba de hablar y se sabía todos los chismes del rumbo y además decía chistes y su humor era inigualable.

Su rutina la vimos por muchos años, hasta que nos fuimos a vivir al extranjero, pasaron diez años; cuando retornamos ya no era el Johnny de fuerza hercúlea de antes sino algo esmirriado al parecer, había abandonado la chamba. En otras palabras: se había retirado. Luego ya no lo vimos más. Creemos que habrá fallecido, seguramente con la cabeza en alto, con sus chistes y su plática interminable. Y como pasa con todo, ya lo hemos olvidado.

Un tipo nauseabundo

Por la Plaza Mayor andaba (no caminaba, se arrastraba por el suelo). Este sí limosnero. Y está bien que viviera de la caridad pública, pero hombre, no de una forma repugnante. Y es que para convencernos de su triste situación y le diéramos dinero, dejaba al descubierto una de sus piernas sangrante, infectada, pululada de moscas, provocándonos no la conmiseración sino el asco y en cuanto lo veían asomar, aquellos cómodamente sentados en las verdes bancas no sólo no le daban un centavo sino que lo ignoraban y abandonaban sus queridas bancas.

El tipo buscaba el morbo de las gentes y claro que no faltaban quienes le dejaban su pote o algo de morralla pero igualmente abandonan la plaza. Por cierto, en mis incursiones a la Plaza Grande hace unos meses, he dejado de verlo. Así el lugar luce más decente.

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