
Para leer esta obra forzosamente tenemos que recuperar nuestra desbordada curiosidad infantil y, al mismo tiempo, hacer a un lado nuestros arraigados prejuicios adultos, pues de otra manera algunos podrían sentirse invadidos por el asco que, no lo olvidemos, es en gran parte una impresión culturalmente aprendida.
Me refiero a Dios tiene tripas. Meditaciones sobre nuestros desechos de Laura Sofía Rivero (México, 1993), libro que ganó el Premio Nacional de Ensayo Joven José Luis Martínez 2020, convocado por la Secretaría de Cultura y la Secretaría de Cultura del Estado de Jalisco. El Fondo de Cultura Económica lo publicó en 2021 como parte de su colección Tierra Adentro.
Además del prefacio, este es el índice: Corre que te alcanza / Prohibido orinar en la calle / No hay papel / Al fondo, a la derecha: las fiestas y los baños / Sobre los rumores del cuerpo / Guía para el uso del baño público / Mitos y rituales de la espuma / Viviendo: estampas del drenaje compartido / Puto el que lo lea / Baby alive: los niños y las excreciones / Asclepio y Hermes: la salud, la riqueza / Registro de usuarios.
Los yucatecos usamos la expresión corre que te alcanza como sinónimo de diarrea, exactamente como lo hace la autora. Creo que todos hemos experimentado la angustiosa sensación que precede a la salida ineludible, y casi siempre impetuosa, de aquel pequeño tsunami estomacal, que puede ser provocado por múltiples causas y del que creo que nadie se ha salvado; Thomas Jefferson, tercer presidente de los EE.UU., por ejemplo, no solo padeció diarrea crónica durante un cuarto de siglo, sino que murió a causa de este mal.
Laura Sofía cuenta que aquel destacado político gringo probó todas las recomendacionesrecetadas por sus doctores: beber el líquido extraído de los senos de una mujer lactante, cambiar el vino tinto por el blanco, comer arroz hervido con leche y canela, mantener el cuerpo caliente e incluso ¡montar a caballo! (este último remedio parece que fue el más eficaz de todos, aunque usted no lo crea). ¿Y usted qué hace para detener el chorrillo? ¿Toma jugo de manzana, suspende la ingesta de lácteos, come pan integral o galletas marías con mermelada o se zumba la consabida tableta antidiarreica o la conocida suspensión rosada?
En mi psiquis tengo grabados dos momentos memorables vinculados con el corre que te alcanza. El primero: debía estar en la primaria, pues me veo de pantalones cortos y con mi bulto en la espalda (el término mochila se aplicaba para otra cosa). Cuando estaba a unos metros de la reja de mi casa sobrevino de pronto el retortijón, me quedé helado y como sembrado al piso. Por más que lo intenté fui incapaz de controlar aquella marea verdosa y terminé por batirme. El colmo es que ese día había fiesta en la casa y nadie escuchaba mis gritos de auxilio. No me acuerdo quién me ayudó a enfrentar aquella embarazosa situación.
La segunda transcurre en la década de los ochenta. El avión está a punto de aterrizar en el aeropuerto internacional de la ciudad de México y empiezo a sudar frío; previamente había comenzado a escuchar, y a sentir, inquietantes ruidos estomacales. Siento que no alcanzaré a desembarcar sin novedad, lo que incrementa mi ansiedad. Los pasajeros caminan pausadamente, pero yo tengo urgencia de que corran. Cuando por fin se acaban los larguísimos pasillos diviso un cartel de sanitarios y me meto al primero que está a la mano. Apenas tengo tiempo de desabrocharme la faja, bajarme el pantalón y sentarme en la taza. Clarines y trompetas se enseñorean varios segundos en aquel espacio que, afortunadamente, está vacío. Me tomo mi tiempo en la misma posición porque sé que la diarrea es traicionera: regresa cuando menos te lo esperas. De pronto escucho que se aproximan varias personas, que ingresan al recinto momentos después. Son voces femeninas: ¡Me he metido a un baño de mujeres! Ahora mi preocupación es otra: ¿Qué hago, cómo salgo de este problema? Espero varios minutos con la esperanza de que las visitantes se vayan pronto, pero ingresan otras y entablan una animada conversación. Sigo sudando frío. Pasados diez, quince minutos, tomo la única alternativa: salir a como dé lugar. Con un “con permiso” que nadie escucha, vuelo hacia la puerta en medio de gritos de “¡Degenerado!”, “¡Agárrenlo!”, “¡Llamen a la policía!”. Una de las damas indignadas alcanza a darme un golpe con su bolsa. No me detengo ni siquiera a mirar hacia atrás. Fue una pesadilla.
El ensayo de Laura Sofía Rivero está salpicado de datos históricos (¿sabías que la expresión ir al trono tiene un antecedente real? El primer inodoro fue inventado para la reina Isabel I de Inglaterra, quien no soportaba el hedor de sus excrementos) y estadísticos (miles de niños mueren todos los días deshidratados por la diarrea no tratada oportunamente o bien los cientos de millones de personas que carecen de un baño como los conocemos los clasemedieros); también contiene reflexiones serias sobre las medidas de higiene básicas, que muchos se pasan por alto, con lo que ponen en riesgo su salud y la de los demás, lo mismo que descripciones divertidas como cuando te prestan un baño y descubres que no hay papel, o bien los rituales que se observan en un baño público.
Me gustó el capítulo “Puto el que lo lea”, que alude a los grafitos que se hallan en los baños públicos: Aquí no es convento, pero huele a madres / Fábrica de churros “El Esfuerzo” / No se permite defecar más de 3 kgs. Exhibición de ingenio, sin duda.
Las 140 páginas de este librito se leen en una sentada y, aunque no soy profeta ni aspiro a serlo, presiento que esta obra de Laura Sofía, con el paso de los años, formará parte de esa selecta serie de dispositivos culturales concebidos por mentes sin prejuicios, que se ocupan de temas tabú o de mal gusto solo en apariencia, ya que forman parte de nuestra cotidianidad o, mejor, de nuestra humanidad. Solo una observación: es una lástima que el ensayo carezca de bibliografía, aunque al final se proporcionan nombres de varios autores que supongo han aludido al mismo asunto.