
Qué combinación sensorial la de vivir entre talleres mecánicos, uno de herrería, otro de carpintería y un gimnasio con ring, aunado a los sonidos de una fauna encabezada por multitud de pájaros, besuconas, gatos peleoneros y perros gemidores. Además, del rumor constante de las altas ramas de árboles al rozarse contra las paredes y el rebote de la lluvia sobre un tinglado vecino de reciente instalación. Parte de ello se ahoga con el ventilador, que a su vez impone su monotonía como fondo irremediable. Pero también sobresalen las voces humanas, a menudo a punta de gritos para llamarse unos a otros mediante apodos y soltar insultos como metralleta.
Qué tanto llevamos inserto en nuestra mente y nuestro cuerpo este intrincado enjambre ruidoso, tan contradictorio, lleno de superposiciones que se alteran mutuamente, saturante y aturdidor. Un entorno -que no llega a paisaje- que podría dar lugar a una psicología del sonido y a una geografía del ruido.
Un entorno que también constituye una referencia de ubicación y de temporalidad, algo que forma parte de la supervivencia de los animales domésticos. En mi niñez en Tizimín, cuando mi mamá hizo notar una mañana que no se veía a ninguno de los numerosos gatos que todos los días exigían comida, mi papá contestó: “Es que saben que es domingo y que tú no cocinas”. Esos gatos consultaban su almanaque, sólo que en este caso auditivo, al identificar el ambiente sonoro del domingo, mucho más apacible que el de los otros seis días, y relacionarlo con el día en que no habría sobras ni retazos para comer. Podría agregar otros ejemplos, como el de la perrita que en casa de mi mamá estaba pendiente de mi llegada todos los domingos al mediodía o la gata que cada sábado por la noche monta guardia junto a la alacena a la espera de su golosina de carne. Evidentemente, su capacidad de identificar el día de la semana deriva del reconocimiento de una disminución de los tantos ruidos, incluyendo el del tránsito vehicular.
Ha habido poco interés por grabar los entrecruces sonoros de nuestra rutina urbana y resguardarlos como parte de la memoria histórica, al igual que lo son los objetos y las fotografías. He escuchado muestras del paisaje sonoro mexicano en sus diversas regiones, aunque a menudo centrado en sonidos específicos, principalmente provenientes de los distintos oficios callejeros. Hace falta conservar la dinámica de estas combinaciones, donde la resonancia de los metales, las herramientas, los motores y la campana del ring tal vez nos parezcan comunes ahora, pero que tal vez no lo sean a futuro, sobre todo al coexistir en determinados momentos y con ello modificar la percepción que de ellos tenemos por separado.
Valdrá la pena resguardar esa memoria del entorno en el cual trabajamos y nos movemos, que nos marca en nuestro derrotero diario, en el devenir de nuestra conciencia y de nuestro ánimo. Buscar las formas de registrarlo en sí mismo y de ordenarlo, reconocerlo en sus partes e irlas desglosando. Considerarlo como la posible base de manifestaciones del arte sonoro, ahora en boga, y de una integración consciente a obras escénicas y de video, algo que sí ha ocurrido aunque de manera excepcional.
Más allá de esos usos artísticos, promover el reconocimiento de la sonoridad circundante como una poderosa y real manifestación cultural donde se integran la interacción social, el mundo laboral, la naturaleza y los fenómenos meteorológicos, todo ello como síntesis de la vida, del mundo en que nos movemos y en el que respiramos.