
Aves Apalachianas
La lógica, y por supuesto, la razón, todavía apuntaban hacia la misma dirección, una vez que fue rebasada la tabla salvadora del sentido común que, por siglos, sostuvo la lucidez del mundo. Eso lo sabía el Dr. Jack Morris, biólogo observador de aves, que en su última inmersión a los montes Apalaches para mirar científicamente el comportamiento del búho americano, se encontró con otra verdad insoslayable.
Porque hasta hoy, nada indica que un cuervo pueda ser criado por un pájaro carpintero, un zorzal maculado, un canoro cardenal o un mítico pavo salvaje, como los socorridos en los días de acción de gracias. No: un cuervo solo puede ser criado por otro cuervo, lo que quiere decir -concluye el estudio del Dr. Morris- que el siniestro acto de sacar los ojos a picotazos por parte de las crías no es producto de la mala crianza sino de la ominosa vergüenza de tomar conciencia de su propia estirpe.
El Visitante
Miraba azorado la casa donde habitó tiempo atrás, la misma que abandonó hecha un caos y vil decadencia. Hoy era música casi celestial y, sus pupilas, temblorosas, contenían inútilmente el asombro. Más incrédulo que atónito, son sus pasos ya los de un espectro que deambula entre recuerdos de días que creyó de gloria, cuando su nombre figuraba en fulgurantes marquesinas tecnicolor, y con soberbio desdén, despotricaba de quienes ahora son apenas un sostén para asirse y no flotar fantasmalmente. ¿También eso lo olvidaste? ¿Cómo indignamente te referiste siempre a ellas?
Las interrogantes, como un solo eco reverberante, rondan entre los arcos que miran al norte y al poniente, de esta céntrica y vieja casona hecha de piedras, palos, polvo, fantasmas y, sobre todo, memoria.
Botellas al Mar
Cada amanecer se le observaba llegar a la orilla. Sobre un papel ajado escribía unas cuantas líneas, no sabemos exactamente qué. Después de colocar la nota dentro de una botella de vidrio y asegurarla con un tapón de corcho, la arrojaba con todas sus fuerzas y su esperanza, al embravecido mar, que ni tardo, ni perezoso, engullía el objeto para continuar, inmisericorde, su oleaje.
Iban y venían las olas. Iban y venían las espumosas olas de este mar resuelto a todo, menos a ofrecer respuesta alguna, pues de regreso, en su ir y venir, ola tras ola, después de tantos años, el mar apenas expulsó unas cuantas conchas si no un manojo de sargazo. Pero no una respuesta a tanta botella lanzada al mar.
Entonces, sucedió. Al amanecer de aquel aciago día se le observó por última vez llegar a la orilla. Después de escribir unas cuantas líneas sobre su pecho, como pudo, se introdujo en la botella de vidrio y colocó sobre su cabeza el corcho, para luego dejarse rodar sobre la playa, hasta que el ir y venir de las olas, en una intempestiva crecida, lo atrapó y engulló de inmediato.
Todo es silencio desde aquel día. Nadie va, ni nadie viene. Solo un murmullo de olas heridas, siempre a la espera.
Por Manuel Tejada Loría
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